Lightyear: lo que no se dice.


Terminé de ver Lightyear y, por si alguien esperaba otra cosa: no voy a hablar de la polémica que rondó la película antes de su estreno. Francamente, da hueva. Aquí venimos a mirar más allá de la espuma superficial, a buscar el mensaje que flota debajo de la animación, entre los silencios del guion y los gestos del protagonista.

Porque Lightyear —aunque muchos no lo notaron— deja una reflexión poderosa: perder es necesario para aprender a ganar.

Cuando uno ha estado en la cima y de pronto se desploma, no queda otra que crecer. Pero crecer de verdad. De ese tipo de crecimiento que no se mide con medallas ni aplausos, sino con cicatrices, humildad y nuevas perspectivas. Buzz, el eterno héroe espacial, choca aquí con la dura realidad del fracaso, del tiempo que no espera, de las decisiones que pesan.

En ese proceso, Lightyear nos recuerda algo esencial: solo cuando te acercas al dolor de los demás, a sus luchas cotidianas, a su esfuerzo invisible, es cuando empiezas a ver el alma humana en su forma más pura. Ese compañero que sonríe aunque esté roto por dentro, esa amiga que sigue adelante aunque todo pese. Ahí está la verdadera fuerza.

Nos enseñaron desde chicos que perder es sinónimo de debilidad. Que hay que competir, destacar, ganar o callar. Pero la vida no funciona así. La verdadera enseñanza no está en llegar primero, sino en aprender mientras caes, y en levantarte sabiendo que esa caída te enseñó algo que el éxito nunca podría darte.

Otra reflexión importante que nos lanza la película: el tiempo. Buzz viaja cuatro minutos... que se convierten en cuatro años. Y así, atrapado en su obsesión por cumplir una misión, deja pasar la vida. Amigos que envejecen. Momentos que no vuelven. El presente se esfuma mientras él persigue una meta que, cuando por fin comprende, ya ha cobrado demasiado.

Y es que el tiempo es así: implacable. Nos devora sin ruido. Nos quita oportunidades mientras nosotros miramos al futuro como si fuera un destino fijo, sin entender que la única certeza real es el presente.

Vivir sin ansiedad por el futuro y sin cargar el pasado. Vivir aquí. Ahora. Porque cuando uno aprende a soltar el control, el universo se abre. Se vuelve más liviano. Más humano. Más infinito.

En el fondo, Lightyear no es una película sobre el espacio. Es una película sobre lo que hay dentro de cada uno de nosotros: los miedos, los errores, las segundas oportunidades. Y la verdad más valiosa de todas: los héroes no son los que nunca caen, sino los que siguen adelante aunque ya no sean los mismos.


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